A finales de 2016 me empezó a rondar por la cabeza la idea de escribir sobre los millennials. Llevaba tiempo recibiendo divertidos memes sobre ellos y oyendo a gente de mi edad hacer despiadados comentarios sobre su ética laboral.
El mensaje central que me transmitían es que eran resultado de una especie de mutación que había dado como resultado un tipo completamente nuevo de trabajador al que había que tratar de forma especial para evitar el irrefrenable deseo de despedirle inmediatamente. Jóvenes hipersensibles que ante la menor crítica ponían su carta de renuncia. Niños malcriados que por hacer simplemente su trabajo esperaban una lluvia de elogios, ascensos y subidas de sueldo. Holgazanes para los cuales existía una “misteriosa dead zone entre las 4 de la mañana y la entrada al trabajo 40 minutos tarde con un café helado”.
Algo no me cuadraba.
Me costaba creer que existieran unos rasgos comunes a cientos de miles de jóvenes en el mundo sólo porque su fecha de nacimiento coincidía más o menos. ¿Jóvenes de distintas clases sociales, religiones, tradiciones culturales o ideologías bajo la misma etiqueta? Además, el sarcasmo de Internet siempre se refería a jóvenes estadounidenses urbanos, blancos y de clase media. No a los millennials que yo conocía: jóvenes pertenecientes a familias empresarias latinoamericanas.
Así pues, a inicios del nuevo año, en el Foro de la Empresa Familiar decidimos hacer una investigación rigurosa sobre un colectivo homogéneo y significativo: los millennials que pertenecen a familias empresarias relevantes en Centroamérica.
- Jóvenes que en 10 o 15 años ocuparán posiciones claves en empresas familiares.
- Miembros de tradiciones familiares, en algunos casos centenarias, en mercados pequeños, fragmentados y difíciles como son los centroamericanos.
- Pertenecientes al CA-4, a una comunidad de identidades nacionales diversas pero íntimamente conectadas (Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua).
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